El Club Bajo la atenta mirada de una mujer que los cuida, cuatro sacerdotes fugitivos viven en una pequeña casa de un pueblo costero. Todos ellos cometieron actos que los atormentan y se encuentran en este retirado hogar para olvidar sus pecados. Pronto descubriremos que esa mujer que los cuida es una monja y que la casa sirve de escondite para sacerdotes pecadores.
Todos ellos consiguen establecer una rutina entrenando a un galgo de carreras hasta que un día llega un quinto sacerdote. Se trata de un pedófilo que les recuerda las desgracias de sus vidas pasadas. La frágil estabilidad que se había conseguido crear va a romperse rápidamente tras una serie de acontecimientos oscuros que provocarán la llegada de un sexto sacerdote que tiene como objetivo investigar lo que sucede en la casa.
El director chileno Pablo Larraín (No, Gloria, Joven y alocada) firma esta cinta cuyo reparto protagonizan los actores Roberto Farías (Carne de perro, No, Violeta se fue a los cielos), Antonia Zegers (La memoria del agua, La vida de los peces, Post Mortem), Alfredo Castro (La buena vida, Tony Manero), Alejandro Goic (Gloria, Joven y alocada, Gatos viejos, La nana), Marcelo Alonso (Socias) y Alejandro Sieveking (Gatos viejos).
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Mi critica, El chileno Pablo Larraín prosigue con su exploración de las miserias políticas, ideológicas y sociales de su país. Tras analizar la dictadura de Pinochet en películas como Tony Manero, Post Morten y No, la emprende ahora con los abusos sexuales perpetrados por la clase eclesiástica. Mezcla de cine de guerrilla y relato fracturado, de panfleto y manifiesto, de rabia y furor, El club hace de la palabra (alocada, frenética, balbuciente, incoherente) y de los encuadres claustrofóbicos en espacios no especialmente reducidos, sus mejores armas expresivas. El club que da título al filme es una casa en las afueras de una ciudad costera en la que los responsables eclesiásticos tienen recluidos a cuatro sacerdotes pedófilos. La Iglesia enmascara, no afronta el verdadero problema. Esconde sus taras y lacras en una casa vigilada por una mujer cuyo carácter también pende de un pasado traumático. Los curas confinados han abusado de su poder para sodomizar y eyacular en la boca de los niños, como se dice en varios momentos de la película.Todo es así de gráfico en El club, sobre todo a partir del momento en que entra en escena un joven que tan solo busca respuestas. Es lo que es porque sufrió los abusos de un quinto sacerdote que acaba de instalarse en la casa. Lo expresa de manera desarticulada: movimientos bamboleantes, palabras que parecen extrañas y descoyuntadas rimas tal y como él las dice, reproducción oral de todo aquello que sufrió en manos del sacerdote (verbalización extrema de un trauma físico y emocional), ecos nada difusos de un pasado que nunca será superado. Así funciona El club, con la sensación de que todos los personajes, tanto los curas recluidos como una de sus inocentes víctimas, están abocados a ese agujero oscuro del que no se puede salir. Pase lo que pase. Y pasan muchas cosas, algunas de ellas extremadamente violentas y que tienen que ver con la pasión por las carreras de galgos que se realizan en la localidad, y a la que uno de los curas, el encarnado por el actor habitual de Larraín, Alfredo Castro, dedica prácticamente todo su tiempo. Quizá sea más sugerente Tony Manero o Post Morten, pero el carácter epidérmico de El club, nuevo en el cineasta, tiene un efecto inmediato del que es difícil sustraerse.